La hoja descendió suavemente hasta posarse en el suelo. Era una hoja marrón
moteada, de álamo. Era la primera hoja de este otoño. Era la primera y no la
última. Sus compañeras la miraban temblorosas desde las alturas, indecisas a
dejarse caer. Sujetas débilmente a las blanquecinas ramas del gran álamo se
balanceaban al ritmo que marcaba el viento. El ritmo propio del bosque. Un
ritmo que movía suavemente las copas de los árboles. Un ritmo marcado por el
roce de las hojas entre sí. El ritmo propio del bosque.
Me agaché y recogí la hoja. Unas pequeñas
gotas de rocío se adherían al envés de la hoja. Respiré y una nube de vaho
ascendió desde mi boca hacia las copas de los árboles. Iba a ser un invierno
frío. Hacía meses ya que las cigüeñas habían abandonado sus nidos, buscando los
climas más cálidos. Pero no todos tenemos una cigüeña dentro. Unos pocos
buscamos el frío y lo disfrutamos. Unos pocos somos la dura hoja del abeto que
se mantiene incluso en las nevadas más fuertes y en las ventiscas más voraces.
Unos pocos nos reímos de aquellos que como hojas de álamo se dejan ir cuando
llega el frío.
Dejé la hoja donde estaba, descansando en la
grava blanquecina del camino y me incorporé mientras miraba al frente. El camino se perdía en la distancia
flanqueado a ambos lados por innumerables álamos que movían las hojas a punto
de desprenderse de sus ramas. Encima de mí una estrecha grieta de cielo se
entreveía entre las copas de tan formidables árboles. La tímida luz del sol
empezaba a iluminar pequeñas franjas del camino.
Continué andando mientras los troncos blancos
de los álamos iban pasando a mi lado como si de un macabro desfile de huesos se
tratara. Más adelante, a mi izquierda, se abría un pequeño sendero, y
custodiando la entrada se erguía un pequeño menhir de piedra. Rodeé el frío
centinela y continué adentrándome en el bosque. El sendero serpenteaba entre
los arboles describiendo un intrincado laberinto de curvas hasta terminar en
una pequeña caseta frente a un pequeño lago. Las ventanas de la caseta, de
oscura madera, contemplaban un vencido muelle que se adentraba en el lago.
La superficie inclinada del muelle penetraba
torcida en las aguas. Sus pilares reblandecidos por la humedad se combaban
sujetando a penas las planchas de madera que se elevaban a un palmo de la
superficie del agua. Me acerqué al muelle y contemplé la plateada tez del
estanque. La quietud del agua me sorprendió. Un rostro difuminado me contemplo
desde el otro lado de la superficie al tiempo que me asomaba a las aguas. A lo
lejos, algo alteró la quietud de la superficie espejada provocando que mi
reflejo se desvaneciera como el primer copo de nieve cerca de una chimenea.
Si en aquel momento me hubiesen preguntado qué era lo que le daba la
belleza al bosque no habría sabido responder. Quizás fuese la tranquilidad del
paisaje, quizás fuese la música de las hojas rozando entre sí por el viento,
quizás fuese el reflejo de los primeros rayos del sol contra las aguas del
pequeño lago. Quizás fuese todo eso junto y quizás hubiese algo más. Es algo
que nunca puedes saber.
Es igual que cuando quieres a una persona.
Sabes que la quieres y es especial, pero no sabes por qué es especial. ¿Qué
tiene esa persona que no tienen las demás? ¿Qué hace que cada vez que la veas
sonrías, que hace que pienses en ella de otra manera? No lo sabes, quizás sean
muchas cosas o quizás una sola, pero es algo que nunca sabrás, pues en el
momento que sepas qué es, podrás buscarlo en otras personas, y esa persona
dejará de ser especial.
Y realmente es en esto en lo que consiste la
belleza. En poder encontrar en las cosas, un algo inexplicable y abstracto que
las hace especiales, sin llegar a saber qué es. Ese es el verdadero significado de la belleza
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