Pierre Anthon dejó la escuela el día que descubrió que no merecía la pena hacer nada puesto que nada tenía sentido.
Los demás nos quedamos.
Y a pesar de que el profesor se apresuró a borrar toda huella de él, tanto en clase como en nuestras mentes, algo suyo permaneció en nosotros. quizá por eso pasó lo que pasó.
Era la segunda semana de agosto. El fuerte sol hacía que nos sintiéramos holgazanes e irritables; el asfalto se pegaba a las suelas de goma de nuestras playeras, y las peras y manzanas de puro maduras eran propicias a la mano para usar como misiles. No mirábamos ni a derecha ni a izquierda. Era el primer día de escuela tras las vacaciones de verano. La clase olía a productos de limpieza y a vacío prolongado,las ventanas nos devolvían reflejos de imágenes nítidas y deslumbrantes y no se veía rastro de polvo de tiza en la pizarra. Los pupitres se hallaban colocados de dos en dos en filas rectas como pasillos de hospital, tal y como sólo podía ocurrir ese único día del año. Clase de 7.º A.
Encontramos nuestros sitios sin que nos apeteciera zarandear la familiaridad de ese orden.
Con el tiempo, vienen los remedios, viene el desbarajuste. ¡Pero hoy no!
Eskildsen nos dio la bienvenida con la misma ocurrencia de cada año.
-Alegraos de este día, jovencitos -dijo-. No existiría lo que llamamos vacaciones si no existiera lo que llamamos escuela.
Nos reímos. No porque la ocurrencia fuera divertida, sino por la forma de decirlo.
Entonces fue cuando Pierre Anthon se levantó y dijo:
-Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo.
Con entera tranquilidad se agachó, recogió sus cosas, que precisamente acababa de sacar, y las volvió a meter en la mochila. Se despidió con una inclinación de cabeza acompañada de un gesto de todo me da igual y abandonó la clase sin cerrar la puerta tras él.
Y la puerta sonrió. Era la primera vez que le veía hacer eso a la puerta. Pierre Anthon dejó la puerta entreabierta como fauces riendo que podían engullirme si e dejaba seducir y lo seguía. Sonreía. ¿A quién? A mí. A nosotros. Miré a mi alrededor y a todos, aquel molesto silencio me revelaba que los demás también se habían dado cuenta.
Íbamos a convertirnos en algo.
Y algo quería decir alguien. No era nada que se dijera en alto. Aunque tampoco por lo bajo. Simplemente era algo que estaba en el aire o en las horas o en la valla que rodeaba la escuela o en nuestra almohada o en nuestros peluches que injustamente, tras haber hecho su función, yacían apilados en el sótano o en la buhardilla acumulando polvo. No lo sabía. La puerta sonriente de Pierre Anthon me lo reveló. Seguía sin saberlo con la cabeza, pero ahora lo sabía.
Tuve miedo. Miedo por Pierre Anthon.
Miedo, más miedo, muchísimo miedo.
Encontramos nuestros sitios sin que nos apeteciera zarandear la familiaridad de ese orden.
Con el tiempo, vienen los remedios, viene el desbarajuste. ¡Pero hoy no!
Eskildsen nos dio la bienvenida con la misma ocurrencia de cada año.
-Alegraos de este día, jovencitos -dijo-. No existiría lo que llamamos vacaciones si no existiera lo que llamamos escuela.
Nos reímos. No porque la ocurrencia fuera divertida, sino por la forma de decirlo.
Entonces fue cuando Pierre Anthon se levantó y dijo:
-Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo.
Con entera tranquilidad se agachó, recogió sus cosas, que precisamente acababa de sacar, y las volvió a meter en la mochila. Se despidió con una inclinación de cabeza acompañada de un gesto de todo me da igual y abandonó la clase sin cerrar la puerta tras él.
Y la puerta sonrió. Era la primera vez que le veía hacer eso a la puerta. Pierre Anthon dejó la puerta entreabierta como fauces riendo que podían engullirme si e dejaba seducir y lo seguía. Sonreía. ¿A quién? A mí. A nosotros. Miré a mi alrededor y a todos, aquel molesto silencio me revelaba que los demás también se habían dado cuenta.
Íbamos a convertirnos en algo.
Y algo quería decir alguien. No era nada que se dijera en alto. Aunque tampoco por lo bajo. Simplemente era algo que estaba en el aire o en las horas o en la valla que rodeaba la escuela o en nuestra almohada o en nuestros peluches que injustamente, tras haber hecho su función, yacían apilados en el sótano o en la buhardilla acumulando polvo. No lo sabía. La puerta sonriente de Pierre Anthon me lo reveló. Seguía sin saberlo con la cabeza, pero ahora lo sabía.
Tuve miedo. Miedo por Pierre Anthon.
Miedo, más miedo, muchísimo miedo.
Nada, Janne Teller.
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